sábado, 7 de noviembre de 2009

Caminos que no llevan a nada... (Extracto)

Los albores de la vejez anuncian la llegada del asesino que viste de grises años. Los filamentos orgánicos degeneran en viejos y apolillados resortes de madera, que se pudren encharcados en frustraciones pasadas. Se recuerdan los dulces pasajes del libro de la vida y todo el horizonte azul que los arropaba. Entonces parece que no todo está perdido. La sonrisa ilumina nuestro oxidado rostro. Pero es un engaño. Es parte del juego macabro de la perra vida. Es el suspiro de quien se cree perdonado, pero que a renglón seguido recibe un certero disparo de realidad. Ilusamente, se empieza a creer en el valor incuestionable de todo ese acervo que hemos ido reescribiendo con la suma de nuestras experiencias vividas. Es entonces cuando, poco a poco, como una caricia que adormece los sentidos, esas alegres perlas de nuestra existencia pierden su brillo y parecen aún más oscuras que la propia noche. La sabiduría se vuelve estupidez cuando a nadie parecen importar los capítulos del añoso y desvaído tomo que versa sobre nosotros. Entonces avanzamos un paso más. Aún no nos ha alcanzado la muerte, aunque sí hayamos perecido para aquellos que siguen creyendo estar vivos. Nos aíslan los mismos hombres con los que antaño compartíamos la gracia de ser iguales. La agonía se ceba con cada célula de unos ojos que ven pasar los días, sin más compañía que las hojas que arrastra el viento y los acordes finales de una melodía que se apaga. Al cabo, la soledad se hace demasiado pesada y aplasta con un seco crujido las ramas secas que rezuman perdón. La tormenta arrastra los vestigios asépticos de la existencia humana, dejando como recuerdo el trazo frío de un nombre sobre la roca. El nombre de un iluso que creyó posible dejar su huella en el mundo, sin entender que la vida es una vieja usurera que exprime la existencia de los hombres hasta dejarlos en nada… Succionando sus fluidos al compás de un ritmo apagado, silencioso. La víctima no percibe nada, de momento. Pero al cabo descubre un derrame de cien años que se evapora con los últimos claros del día. La noche entra en escena por fin, para limpiar la mancha que dejó nuestro intento de existir… nos ahoga para evitar que continuemos con el mismo deambular estúpido que inauguramos al nacer. ¡Descansa en paz! –gritan desde la tierra–… aquí todo sigue igual.

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