jueves, 22 de abril de 2010

El Pájaro sin alas

Era una mañana como otra cualquiera. Los rayos de sol caían con fuerza sobre la copa de los árboles y se internaban en la penumbra entre el follaje. En un precioso roble, a unos 12 m de altura, el bullicio de la vida rompía el silencio de la mañana. En un nido, tejido con paciencia y esmero, había llegado un nuevo ser al bosque. Era lindo. Su nombre era Ragga.

Con el paso de los años se fue haciendo mayor. Era el preferido de muchos otros animales, por su simpatía, su alegría y su buena fe. Era el preferido de muchos… excepto de sus padres. Lo que tenía de bueno, lo tenía de travieso. Nunca hacía caso a nadie e iba siempre por libre. Los animales empezaron a cansarse de su actitud y lo tachaban de egoísta. “Ha cambiado. Ya no es el mismo” – decían en el bosque. Y el pobre pájaro seguía siendo igual de simpático, igual de alegre y seguía teniendo la misma buena fe… aunque es cierto que era un poco independiente. Y esto no gustaba en el bosque, donde todos se sentían una gran familia. Él siempre había querido emigrar. Tenía un enorme amor por su bosque y por los habitantes del mismo, pero la curiosidad por conocer otras gentes, otros lugares, y crecer “como persona”, le habían hecho desear, con mayor fuerza que nada en el mundo, emigrar.

Poco tiempo después, conoció a una hembra un poco más joven que él. Ella nació en el bosque, pero emigró de pequeña y ahora había vuelto a pasar una temporada. Por eso él jamás la había visto. Desde el primer momento se quedó prendado. Ella era especial. Un gran número de hembras habían intentado conquistar su corazón, pero Ragga no había conocido aún a una hembra que llenara su corazón y por la que “renunciar” a su independencia y a su libertad. Él quería emigrar. Sin embargo, en cuanto ella se posó sobre la rama de otro roble, a unos pocos metros de distancia, el corazón de Ragga empezó a ablandarse.

Pronto se hicieron buenos amigos. Sus personalidades, aunque diferentes, encajaban a la perfección. Empezaron a quedar los dos solos, a escondidas, en el bosque. Cuando estaban juntos, el tiempo se detenía. “Qué pena ser pájaro y tener alas en lugar de brazos… debe ser bellísimo poder abrazarse” – se decían siempre. Eso sí, rozaban sus picos y sus cuerpos durante horas, hablando de esto y de aquello. Y a veces, de nada.

No todo fue un camino de rosas. Sus personalidades, aunque encajaban a la perfección, eran muy diferentes. Cada uno tenía unas costumbres y unos deseos. Y perder esas costumbres, y aunar esos deseos… lleva su tiempo. Precisamente el tiempo, y el amor, parecían ir a su favor. Cada día estaban más contentos juntos, y ya no se escondían en el bosque para sus encuentros. Su amor era conocido por todos.

De pronto, una oportunidad de oro para Ragga. Su tío, un apuesto y ejemplar aventurero, que emigró del bosque hacía muchos años, volvió al bosque de visita. Una noche, hablando con Ragga, le propuso embarcarse en un viaje. Su tío había conocido a un grupo de aves de diferentes especies, de espíritu aventurero, que iban a dar la vuelta al mundo. Su idea era viajar sin destino durante un tiempo ilimitado. Cada uno podía embarcarse cuándo quisiera, y dejar el viaje dónde y cuándo lo deseara. Una migración indefinida. Los ojos de Ragga se iluminaron, como se iluminaron el día que Ella se posó en aquella rama, a unos pocos metros. El sueño de su vida, hecho realidad.

Al día siguiente, en su paseo de todas las mañanas con Ella, le comentó, ilusionadísimo, la propuesta de su tío. Y su ilusión, se tornó tormento. Debía construir un futuro. Debía elegir entre el sueño de su vida, emigrar, y el motor de su vida, Ella. Era la decisión más difícil que habría de tomar en su vida. Debía escuchar a su cabeza y a su corazón. Los días pasaron y la presión era enorme. Todo el mundo le daba su opinión. El “vete” y el “quédate” llegaban a sus oídos a diario, casi a partes iguales. ¡Qué difícil decisión! No es fácil, de pronto, renunciar a la ilusión de tu vida y a unos ideales… pero él notaba que su corazón tenía más fuerza que su cabeza. Y le daba miedo.

Por fin tomó una decisión. Se quedaba por AMOR. A la mañana siguiente, cuando se despertó, notó como sus alas habían desaparecido. Sólo había quedado un resto de cada ala, el justo para desplazarse por el bosque de rama en rama, pero no podría recorrer largas distancias. Ya nunca podría emigrar sino era a lomos de Ella. Al principio la pena invadió su corazón, pero cuando llegó al punto de encuentro de todas las mañanas, Ella le esperaba. Y cuando la miró, supo que había hecho lo correcto. Y se acercó a Ella. Y la besó sin labios e incluso la abrazó sin brazos. Era el pájaro más feliz del bosque… de la Tierra, se atrevería a decir… de la Tierra que ya nunca conocería.

Al día siguiente, se despertó más ilusionado que nunca. Casi no pudo pegar ojo en toda la noche. Al llegar al punto de encuentro, diez minutos antes de la hora, se sorprendió. Era la primera vez que llegaba antes que Ella. Pasaron diez minutos y Ella no aparecía. Pasaron veinte, treinta. A Ragga, poco acostumbrado a esperar, se le hicieron eternos. Cansado de esperar, y preocupado, emprendió una marcha por el bosque buscando y preguntando. Nadie sabía nada. Al cabo de un buen rato, se encontró al señor búho, que todo lo sabe.

- “Señor búho, ¿la ha visto usted?”.

- “Sí, Ragga, la vi esta mañana. Salió muy temprano con sus padres. Parece que iban a unirse a tu tío en su migración indefinida”.

- “¡No puede ser!” – respondió Ragga.

- “Pues así es, pequeño amigo. Ella necesitaba viajar, y se ha ido. La vida no espera”.

Ragga subió a la copa del árbol más grande del bosque, miró al cielo, y pensó: “Tengo que llegar hasta Ella”. No podía creer lo que había pasado. Tenía que volver a verla… ¡no podía estar sin Ella! Saltó con la misma fuerza con la que antes había amado. Y tan grande fue su amor, como inútil su salto, y dolorosa su caída.

V.R.

Cerebro Cítrico: con C de Vitamina

Tengo un cerebro cítrico que gotea cada segundo. A ratos, la realidad viene a saciar su sed. Bebe a borbotones, y por cojones, traga hasta llegar al vómito. El problema no está en la pulpa sino en la cáscara, la que atrapa y agoniza, la que ahoga los impulsos. A veces es de goma, y otras, tan rígida como el acero. Pero es ahí dónde reside la condición del ser que evoluciona, limón o naranja, naranja o amarillo, todos de igual a igual tenemos pulpa. Y no sé qué será, si la sociedad o la condición humana, pero saludo cada mañana, tarde o noche, a una extraña silueta con forma de exprimidor. Nos exprimen como individuos, como trabajadores, como amigos… todos quieren sacar lo mejor del otro. Y mientras busquemos sacar lo mejor del otro y no lo mejor de nosotros mismos, avanzaremos a la nada. Una nada repleta de mierda pegajosa y maloliente cagada por culos hipócritas que se complican la vida obsesionados en conseguir esa felicidad llamada éxito. Éxito cimentado en arenas movedizas y cadáveres de personas valiosas. Éxito que nutre a todas esas lenguas que lamen culos y a todas esas personas que son hijo de o amigo de. Pero claro, esa es la vida, la de tantos, la tuya y la mía, pero no la de algunos. Otros eligieron porque fueron valientes. Otros quizás no ocupen cargos importantes, pero se encargarán de ser importantes dentro del espacio que ocupan. Por eso sigo luchando, porque las cosas se crean para ser cambiadas, para mejorarlas, para perfeccionarlas. Porque realmente somos, hasta un instante antes de la muerte, el más perfecto de los prototipos. Corregir y mejorar, elegir y decidir, y sobre todo, solucionar...
Para mí, eso es vivir.

l u i s c a

miércoles, 21 de abril de 2010

Un día más sobre la tierra

En los días presentes se suceden interminables fenómenos sociales, impulsados por una tecnología impúdica que se presta a cualquier aplicación. Nada parece sorprender a los ojos de los hombres que deambulan sobre los cimientos civilizados de nuestro siglo.
Esta misma tendencia fluía en el interior de Kevin S., un joven que, tras varias intentonas de acceso a la Universidad, había decidido finalmente recogerse a meditar sobre el mañana, en la olvidada campiña de sus abuelos; donde ya nada crecía. La tierra estéril... como una cárcel de recuerdos enterrados.
En el centro del yermo páramo se elevaba, no sin cierta cojera, lo que en su día fuera un fornido caserón, y hoy rivalizaría con un una chabola, o refugio ocasional.

En su primera semana de recogimiento se entregó por completo a las naderías y futilidades más mundanas que supo encontrar. A primera hora se aseguraba de confeccionar los mil y un alimentos que engulliría el resto de la jornada. Enseguida, con su estómago abultado pero firme, Kevin se dedicaba a deambular por la finca lanzando piedras a cualquier objeto que reclamara su atención, apaleando cuantos matojos se cruzaban y quemando las alimañas que no eran de su agrado (la mayoría… en realidad todas).


Mediaba el segundo mes de su aventura cuando resolvió firmemente no pasar un día más arrastrándose por aquel desierto olvidado. En todo este tiempo no había logrado alumbrar el menor atisbo de luz para su oscuro futuro. Viendo el vacío absurdo de una vida contemplando nada, se juró que aquellas paredes a medio derruir cobijarían su sueño una última noche. “Hasta nunca”, gritó para sí.
La ocasión lo merecía. Se esmeró especialmente en pulir los manjares que nutrirían su sueño. Tanta pasión ardía en los fogones, que el joven se olvidó por completo del mundo y de aquella casucha en la campiña y de cerrar la herrumbrosa puerta de la entrada.
Antes de servirse el primer plato sintió cómo un silbido afilado horadaba su cabeza trazando una recta exacta entre sus dos tímpanos. Su cerebro entró en parada… se desvanecía. De súbito, un golpe. Silencio.

Despertó dos horas más tarde, o al menos eso percibió su adormecido cerebro. Delante de él aparecía desdibujado lo que parecía ser un hombre… seguro una bestia.

Desenfocado, como un bosquejo del hombre trazado por la mano de un niño; así percibía aquella extraña silueta que le miraba al otro lado, en silencio. Esperando. Poco a poco, sus músculos lograron nutrirse de cierta sensibilidad. Sin movimiento, maniatado. Confuso y aterrado. El miedo víctima de lo desconocido. Humedeció sus labios. Probó a hablar. Nada. La niebla cubrió enseguida sus ojos.

Nueva luz un día más tarde. Su mente envuelta en una vorágine de terror y el estómago digiriéndose a sí mismo. El Otro seguía allí, callado, sin rostro. Su figura como de humo; consistente pero hecha de viento. Sin ojos a los que hablar, sólo un monumento de piedra edificado en memoria de lo extraño. Probó de nuevo… esta vez sí.

– ¿Quién eres?, -balbució Kevin S., creyendo aún dirigirse a otro hombre.
– Desde luego, no soy como tú. No somos como vosotros.

Aquella voz metálica resonaba en su cráneo tan adentro… como la voz de la conciencia que nunca tuvo. Pareciera que le hablaban sus propios pensamientos. En efecto, aquel ser inefable no parecía pronunciar sonido alguno; sus ideas volaban invisibles hacia la mente de Kevin. El joven, sumido en la congoja, sudaba y se estremecía en la realidad de aquella pesadilla.

– ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me has atado?
– Estoy lejos casa… simplemente necesitaba provisiones; sobre todo alimento.
– ¿Lejos de casa? Exactamente… ¿dónde está tu casa?
– Demasiado lejos; jamás lograría hacer que lo entendieras. En cualquier caso, ¿qué más da?; limítate a padecer lo inevitable.

No fue difícil comprender qué era aquel “inevitable”. Todos esos instrumentos informes colocados en perfecto orden sobre la mesa. Objetos del todo incomprensibles pero con la evidente finalidad de cortar, despedazar y empalar carne. Sin quererlo, había asistido a un festín al que nadie le había invitado, quizás, porque él no era más que el primer plato…

– Vas a matarme, ¿verdad? Quieres que sea tu compañía en el viaje, aunque yo desee quedarme. Me empaquetarás y etiquetarás cada porción de mi cuerpo según sabores, nutrientes, y sabe Dios qué más.
– De hecho, nada más. Has acertado en todo cuanto has dicho. Bueno, en todo no: Él no sabe nada y supongo que jamás vendría a una reunión así.
– ¿A cuántos has matado ya? ¿Acaso soy el primero?
– Ciertamente no eres el primero. Antes hubo otros muchos. Vuestro planeta azul ha sido siempre… ¿cómo decirlo para que lo entiendas?; la Tierra es esa estación de servicios a la que os desviáis tras horas de monótono horizonte asfaltado. Un alto en el camino para repostar.
– Para ti no soy más que combustible. Llegas y coges cuanto necesitas y te marchas sin el menor pesar, sin ningún remordimiento.
– ¿Hablas de remordimiento? Llevo varios días observando entre la maleza marchita que se muere en estas lindes. Pude ver cómo destruías cuanta vida surgía frente a ti. Observé tu rostro, casi complacido, al ver estallar los ojos de esas alimañas que devinieron en carbón.
– Quizás… pero las bestias no son hombres. No debo sentir lástima por ellas. Del mismo modo, tú deberías sentirte como un asesino y atormentarte por cada muerte causada.
– ¿Piensas en nosotros como iguales? De sobra sabes que no soy un hombre. De hecho, considero al hombre como una bestia más, si así lo quieres, de modo que puedo servirme tus vísceras recocidas, mientras veo pasar los astros camino al próximo destino.
– Si de verdad me hubieras observado con tanto detenimiento, habrías visto también que no medié palabra con toda esa carne animal. Aquellos seres enmudecían sin ser siquiera capaces de comprender su propio final. Aun cuando la carne ardía y estallaba en ceniza, todavía entonces, no eran capaces de reconocer que ya había anochecido. Sin embargo, piensa en nosotros: hablando como iguales, razonando si vale más mi vida de hombre que esas cenizas humeando afuera.
– Es cierto que llevo años escuchando el mismo lamento desesperado; disfrazado de buenas intenciones y aires de esperanza… Un sentimiento que poco a poco se apaga. En cualquier caso, debo contrariar tu reflexión. No hay discusión alguna entre tú y yo, ni siquiera diálogo; te limitas a gemir y llorar y suplicar. Yo tan sólo escucho atento. Espero una voz de grite: “la cena está lista”.


Aún no era tarde. Al menos esa era la idea que Kevin trataba de imponer en su mente. Convenciendo a sus dudas, a sus miedos más primitivos, de que la salida no debía andar lejos. Tan sólo debía concentrarse y analizar sus opciones y dar con la tecla que le haría libre. En estas, su mente proyectó de modo fugaz una ráfaga de imágenes inconexas en el tiempo, de todos aquellos que habían significado algo para el muchacho: ya un amigo de la infancia a quien jamás había vuelto a ver, ya sus padres en aquel viejo parque demolido años atrás, ya esa joven de la que anduvo perdidamente enamorado, ya aquel viejo profesor cuyo rostro y nombre había olvidado, aunque no su sentencia favorita: “En la vida sólo existen dos clases de hombres: los que van a morir y los que intentan evitarlo”.


– ¿Qué harás cuando lleguen los míos? No podrás matarnos a todos. Ya debe quedarles poco –amenazó Kevin.
– ¿Te refieres a ese grupo que llamáis familia y a otros tantos amigos? Vamos, no me insultes con tretas tan absurdas. Estás solo. Nadie vendrá a socorrerte. Decidiste huir y aislarte de todo el mundo.
– Nadie ha huido a ninguna parte. Tan sólo me adelanté al resto. Espero su regreso. Estarán aquí incluso antes de que amanezca.
– Ambos sabemos que eso no ocurrirá. Vi antes cómo, acodado en la baranda del porche, dirigías tu mirada a lo lejos… perdido en un horizonte de dudas donde la tormenta tronaba con fuerza, presagiando tu naufragio. En aquella visión no había nadie más. Sólo una barcaza a la deriva; un capitán a punto de naufragar. Estás aquí porque te has sentido solo, perdido e inútil entre los hombres. Viniste en busca de algo, pero ya era demasiado tarde.
– ¡Mírate! Me señalas y me acusas de estar solo, pero tú, estoy convencido, conoces mejor que yo el amargo sabor de la soledad. Yo puedo decir, al menos, que he conocido a los hombres y, un día, sin saberlo, quedé rezagado y nunca volví a dar con ellos. Tu desgracia es aún mayor pues pareciera que tu pasado está tan vacío como tu ahora. Quizás tengas razón: naufragaré solo y sin auxilio, pero en mis últimas bocanadas de aire tendré una mano que sostenga mis últimos pasos… En tu caso, el oscuro vacío que te rodee allá arriba será lo único que encuentres al final de la escalera.
– Jamás lo entenderías… Nosotros no concebimos siquiera la soledad. No existe nada parecido a vuestra familia, incluso no entendemos para qué la amistad. Nos sabemos integrantes de una especie y nada más. Nuestra vida es un periplo de supervivencia en soledad. Nuestra casa, un lugar para el retorno cuando se atisba el fin.
– ¿Tan seguro estás de tus pasos? Puede que nunca regreses… tu último aliento, si es que necesitas respirar, llegará sin previo aviso y se reirá de tu insolente seguridad.
– Quizás. De todas formas tengo por seguro que mi momento no será éste; una certeza casi tan clara como la de tu inminente despiece.


La sangría humana lista para ser consumada. Los ojos de Kevin parecían querer salirse de sus cuencas y atravesar el cristal y huir a la blanca luna, allá en el negro cielo. Al contrario de lo que hicieran aquellas alimañas, el joven debía empezar a concebir su propio derrumbe. Sus asertos no parecían convencer al invitado, su elocuencia resultaba aún más estéril que la vieja parcela de sus abuelos. Los viejos, recuerda Kevin, practicaban una suerte de devoción hacia Dios que solía asustar al nieto; él veía todo aquello insano, como una obsesión descarnada. A pesar de ello, lo intentó.

– ¿Qué me dices de tu Dios? ¿Dejará impunes todas esas muertes?
– Mi Dios, cuyo Cielo no comparte con el vuestro, desea lo mejor para mí. Sus hijos no deben temer el precio de seguir con vida. Todo vale. Siempre avanzar.
– ¡Sois bestias… almas sin corazón! Carecéis de toda moral, y matáis con la misma sangre fría e indiferencia, con la que probablemente os vieron nacer vuestros padres. ¡Aunque por seguro no nacéis, más bien sois escupidos al mundo!
– ¿Bestias? ¿Condenas mi conducta por ser libre? Mi moral habla de evolución, de expansión de la especie y sometimiento de cuantos se oponen a nuestra gloria. Vuestros valores, tan humanamente podridos, no son más que absurdos baluartes que nadie desea seguir. Consignas que susurran al oído “libertad”, mientras asfixian vuestros pies con pesados grilletes. Creéis defender la vida, la libertad y dignidad del hombre. Al final, un cúmulo de hedionda hipocresía que ni siquiera vosotros os creéis. Vuestra moral no es mayor que la de esos animales que viven revolcándose en sus heces embarradas.
– ¡Desgraciado! Los valores humanos, los de verdad, no son en absoluto cadenas de presidio; me hacen ser quien soy, además de allanar el camino para, algún día, convertirme en el hombre que quiero llegar a ser. Mi moral se erige sólida y firme, aunque no sirva para asesinar y no devore a sus enemigos.
– Me alegra ver tu entereza en el ocaso del camino. Pocos han sabido sofocar tan bien el llanto. Un lamento por el que no llora, como bien dices, mi moral; asesinar sólo es posible entre iguales, y desde allá arriba me gritan para que te devore.
– Sin embargo, aquí no os cubre ese Cielo infernal que dibujas en mi mente. Eres un pobre huérfano en un planeta donde ni siquiera Dios tendrá piedad de ti.
– ¡Silencio! Me hastían tus sollozos y empiezo a tener hambre. Guarda tus recelos para más tarde; ya pedirás cuentas en la otra vida.


Todo estaba perdido. Aquel depredador del cielo escogía con meticulosa lentitud el arma que asestaría el primer golpe. La víctima retorciéndose entre espasmos. Sus sienes latiendo con fuerza. Ya no ve aquellos cuchillos y ganchos sobre la mesa, tan sólo dolor. Allí no hay más que sufrimiento; el mismo que estaba a punto de padecer. Su acompañante no humano se decidió por fin: “Empezaremos con esto”, pareció decirle al mostrar una suerte de navaja curva, lista para degollar la vida.

– ¡Piénsalo bien y, si resuelves matarme, que no te tiemble el pulso!, –gritó el joven a aquel extranjero inhumano.
– ¡Por fin la calma!

Mientras su asesino avanzaba, Kevin cerró los ojos. La bestia creyó ver al miedo poseyendo por completo a su víctima; nada más lejos de la realidad. El muchacho se concentraba. En aquel momento había logrado romper por fin las cuerdas que aprisionaban sus manos. Aquellas largas horas debatiendo por su vida fueron una simple excusa; una cortina de humo tras la que ocultar el arduo trabajo de rasgar sus ataduras con la pequeña navaja paterna, escondida en el bolsillo trasero de su pantalón. “Te sacará de más de un apuro”, le dijo en su día el viejo.
Kevin sabía que sólo tendría una oportunidad. Errar el golpe significaba la muerte. Un segundo más y el Otro podría trinchar su cena. De súbito, el hombre se puso en pie y, si aquel animal hubiera tenido ojos, sin tiempo siquiera para parpadear, habría visto cómo su víctima se convertía en verdugo. El joven agarró con fuerza uno de aquellos instrumentos, el de aspecto más despiadado, y lo incrustó sin reparo en la cavidad donde supuso estaría el cerebro, por llamarlo de alguna forma, de aquel correoso animal. Acertó en su diagnóstico. Una mole amorfa se derrumbó sobre las baldosas que cubrían el suelo de la cocina. Baldosas manchadas de un viscoso fluido azul, que apestaba a mil demonios.


Desde lo alto de la colina puede contemplarse la extensión exacta de la finca: la casucha en el extremo norte; la pira donde arde la bestia a su lado. El fuego engulléndolo todo; el más hambriento de los animales. Una espiral de humo que sube hacia el Cielo… de vuelta al hogar.
Kevin ve en aquel terreno sin vida el escenario de una batalla donde el olor a muerte es aún reciente. Todas aquellas dudas a las que imaginó dar respuesta seguían punzando su cabeza. Llegó perdido y en busca de un camino y volverá por otro camino, pero igualmente perdido. No obstante, se siente victorioso y a salvo; satisfecho de ser.

El hombre, dueño y señor de la Naturaleza; rey de bestias. La jerarquía vital dirigiendo el concierto de lo humano; el orden de las cosas impuesto desde arriba: un día más sobre la tierra.

jueves, 8 de abril de 2010

Esclavos de la ignorancia civilizada

LA ESCLAVITUD se remonta a tiempos tan alejados del presente que podría, incluso, enlazarse con los primeros pasos de la existencia humana. La Grecia Clásica o el propio Imperio romano aprendieron pronto las comodidades de una vida basada en órdenes que otros, naturalmente los esclavos, debían obedecer. En plena vorágine esclavista surgió el Cristianismo para dignificar la vida de todo hombre; haciéndole igual a sus semejantes y, por tanto, portador de los mismos derechos… Hoy, el mundo civilizado presume de haber desterrado una práctica que cosifica a sus víctimas. Sin embargo, tras limpiar la conciencia propia, los occidentales siguen practicando las malas artes de antaño, esta vez, en tierra de nadie. No es necesario llegar al extremo de las despiadadas redes de turismo sexual instaladas en zonas como Tailandia –donde los ingresos derivados de la prostitución resultan un 60 por ciento del presupuesto nacional–; ahora existen formas mucho más sutiles, casi inconscientes, de esclavizar… basta, por ejemplo, con embarcarse en los celebérrimos “viajes de ecuador” –mediada la carrera universitaria–.

La Universidad tiene su razón de ser –al menos la tenía– en la consecución de un poso de conocimientos y saberes sobre el devenir humano: su sentido y trayectoria; los grandes logros y fracasos. Así, el siempre perdido alumnado encontraba por fin un santuario que hacía las veces de guía espiritual, y sólido soporte para el tramo de la vida aún sin recorrer. El estudio, mezclado con la experiencia, edificaba una conciencia madura, capaz de aprehender cuantas realidades se sucedían en derredor. No obstante, en los días presentes, el producto de la maquinaria educativa invita al desaliento, adolecido, al parecer, de un grave defecto de fábrica. La generación universitaria, inmersa plenamente en los valores edificados a la sombra de los Derechos Humanos, parece olvidarse pronto de sus consignas altruistas y devenir en cruento tirano, una vez atraviesa la frontera nacional. El fruto de la ciencia educativa demuestra, en su tercer año de gestación, haber aprendido poco… en realidad nada.

Resulta propio de las mentes fundidas al calor de tres años de ejercicio racional, refrescar las ideas en las reconfortantes aguas del Caribe. Países como México, Cuba o República Dominicana se convierten en destinos indispensables cuando se arriba al ecuador de la odisea universitaria. Hablamos de una oferta turística homogénea e igualmente suculenta: trazos infinitos de arena blanca, delimitados, a un lado, por lenguas azuladas de un océano que se pierde en lontananza, y, al otro, por un tapiz de verdes imposibles, elevados algunos por encima del mismo cielo. Asimismo, este lindo bosquejo se cierra con la plena conciencia de sentirse libre, de verse capaz de todo, mezclado con la absoluta ignorancia –en realidad, indiferencia– de la luctuosa existencia que arrastran cuantas almas hacen posible el disfrute general.

Cualquier destino es válido para el caso, por ejemplo este último: República Dominicana. El titular del Ministerio de Turismo de la región caribeña, Francisco Javier García, anunciaba recientemente unos beneficios cosechados en 2008, superiores a los 10.000 millones de dólares –más de 7.000 millones de euros–. Las alarmas morales se disparan enseguida, cuando se observa que el salario medio en la isla ronda los 240 dólares mensuales –unos 117 euros–, y cada turista que visita el país isleño se desprende al día de casi la mitad de esta ridícula retribución. Duele, pero es tan real como el sudor que cada dominicano destila para lograr tan sólo un centavo.

¿Por qué no parece afectar esta realidad hedionda al inmaculado olfato académico? A buen seguro que el mal olor desaparece tras el velo que corren los impúdicos intereses de las cadenas hoteleras –por supuesto extranjeras–, conocedoras del estado anómalo de los turistas advenidos del exterior: parapetados por una suerte de coraza civilizada que les ciega hasta decir basta, y les envuelve en una ilusa felicidad interna, a través de la cual ven el mundo sesgado, desfigurado: ya una sonrisa provocativa de las bellezas autóctonas, sometida, en realidad, al amargo abrazo de la prostitución; ya el canto alegre del negrito que tan amablemente sirve las copas durante el día, y que podrá sentirse afortunado si a la noche logra reposar su sueño entre cuatro paredes acartonadas. El júbilo sonoro de las gargantas libres embellece, y oculta, las lágrimas de quienes viven bajo el yugo del indolente círculo empresarial que azota la isla: unas cadenas que se refuerzan, aún más, con la pasividad extranjera.

“Les hacemos un favor viniendo”, dirán algunos… “Les damos trabajo y dinero”, les secundarán otros. En el fondo, nada más que creencias populacheras basadas en remedios caseros contra el mal de conciencia. Susurros hipócritas que resucitan las lacras del voraz colonialismo con el que Europa embistió al continente africano allá por el siglo XIX: “la noble misión civilizadora del hombre blanco”. Es, en definitiva, un cúmulo de ingente hipocresía acomodada en el aburguesamiento occidental que, por desgracia, parece haber poseído por completo la iniciativa y sensatez de las privilegiadas mentes universitarias. Tan sólo se necesita a uno para que grite “¡fuego!”, aunque quizás uno sea pedir demasiado.

No hay salida

Llevo años escalando el mismo muro de fría roca, aferrándome a cada recodo helado... sorteando los sinsabores de la dulce soledad de que hablan los textos antiguos; esos que ya nadie lee.

Tropecé con todos los escollos que encontré en el mapa, por buscar en cada tropiezo un sentido al anterior… Resultó no haber sentido alguno. Tan sólo es eso: tropezar.

Hay una ventana que siempre mira al mundo; lo dibuja tan lejano… A menudo me sorprendo al verme acodado en el borde, observando el absurdo caminar de las horas. Atiendo al ingenuo sonreír de la infancia y a la decepción oscura que dibuja la tez anciana. No pocas veces me crucé con sus miradas. “Intenté avisaros…”, les digo.

Una mañana, al despertar, creí seguir soñando al asomarme de nuevo: el vacío había devastado las calles y barrido las aceras y borrado cuantos hombres caminaban sobre ellas. Grité tan alto que varias cuerdas saltaron en el aire. Enmudecí y el grito se apagó de golpe. Mientras el eco de mi voz se alejaba, traté de memorizar su melódico fluir. Ahora casi no la recuerdo, aunque seguro sonaba bien.

Tantos albores en medio de nada, de nadie, que acabé por cancelar el mundo. Corté con furia aquel manantial de luz y me hice jurar que nunca había existido ventana alguna por la que mirar.

Me despido del sueño y contemplo cada mañana un espejo que sólo abarca mi rostro. Los hombres que ayer caminaban, reducidos hoy a un solo caminar. Pisadas huecas que olvidaron hace ya tiempo a qué suena su voz. El cruento silencio extendiendo su mano por doquier.

No hubo otras mañanas. Jamás volví a despertar. Me dejé envolver por los trazos oscuros de una pesadilla que prometió no dejarme escapar. Me confió que vendría pronto, que la espera terminaba y el silencio se libraría de mi molesto ruido.

Ya se acerca. Repiquetean sus dedos en la espesa bruma. Sólo un susurro. Pasos que crujen con cada latido. La sangre palpita; furibunda anhela salir del cuerpo. No hay salida.