sábado, 31 de octubre de 2009

Cabalgar errático

Mar y tierra,
fuego y sed;
sombras dibujando mundos
sobre una pared.

Grises varios,
brillo y cruz;
sobre tinieblas
intensa luz.

Escalera al cielo y subida;
peldaño maltrecho
y caída:
el ser humano no tiene techo.

Fluyen ríos de vida
y allá van las almas perdidas,
buscando lo prometido,
llorando lo perdido.

Dónde quedarán
los silencios,
dónde se perderán
las ausencias…

Nos persigue la muerte
en desigual carrera,
ella con certeza en la tarea
y yo
con cabalgar errático:
nostálgico de ayer,
soñador de mañanas.
Una y mil veces nacer,
mil, y una vez: morir.


A. B.

jueves, 29 de octubre de 2009

Dr. Espejo

Eres ciclotímico, me dijo el espejo...
Miré al suelo, asumiendo el diagnóstico. Me toqué con la yema de los dedos, pero en el cristal. Noté un frío ensordecedor, empañé mi propio rostro, la mano me sudaba. Era cierto, totalmente cierto...

Hoy estoy arriba fumándome las nubes, lavándome la cara y canturreando una canción de Jacko tiritando de frío. Pero no importa, he saltado de la cama, me espera un gran día. Salgo a la calle, brilla el hombrecillo verde y cruzo con los ojos llorosos por el aire de la mañana que me congela las únicas legañas que han resistido al agua matutina. Saludo a la gente, vuelvo a saludar. Sonrío, digo tonterías, me siento cómodo. El día pasa rápido, casi ni lo huelo, apenas si puedo tocarlo. Pero no importa porque estoy activo, me siento útil, eso es lo que necesita un ser humano. Vuelvo cansado, me merezco un descanso y me lo concedo. Estoy feliz, todo sale según lo previsto. Ojalá dure eternamente... pero nada es eterno porque ni siquiera lo es la vida.

Mañana estoy abajo, arrastrándome, esnifandome la mierda del suelo, revolcándome en la cama y dándole la espalda a la vida. Cierro los ojos, vuelvo a dormir. Me limpio la baba que moja mi barba, me doy asco a mi mismo. Cuando me levanto, me duele la espalda, la cabeza, las entrañas. He perdido medio día. Me he dejado olvidada el alma en la cama, ella tampoco quiere salir del edredón. No es la tensión la única que está por los suelos. Mi sentido del humor está tirado en una esquina de mi cuarto metiéndose 'caballo'. Al parecer esta noche le ha pillado a la vagueza; ella lo tiene bueno y más barato. El día pasa lento, lo huelo, lo toco, lo siento tanto que su propio peso me aplasta en el sillón del salón. Pongo la tele pero no la escucho. Como sin hambre, fumo sin ganas. Estar colocado me ayuda pero no me quita los problemas. Me voy a la cama, 'maría' me ha dado una tregua hasta mañana. Me ha engañado. Me hace creer que todo sale según lo planeado. Ojalá dure eternamente... pero nada es eterno porque ni siquiera lo es la vida.

Pasado, pasado no sé donde estaré. Quizás en el suelo o quizás en el cielo, quizás sentado en las nubes o quizás sobre el mando de la televisión. Por eso, y aceptando mi enfermedad, solo quiero sentirme útil. Quiero tocar las nubes y quiero tocar el suelo, pero todo al mismo tiempo. Espero que los días pasen volando, así las tardes de domingo serán bienvenidas...


l u i s c a

miércoles, 14 de octubre de 2009

Certeza de no ser

Una vez se llega a la evidencia irrefutable (ese aguijonazo medular y certero que no se ve venir), de que inexistimos en un mundo venido a menos (en realidad, venido a nada), sería de orden lógico estipular como prioridad máxima la atomización de cuantos vestigios humanos deambulan, babean y excretan bajo el santo cielo de Dios. Sin embargo, hay ciertos individuos que, incansables, parecen obstinados en albergar esperanzas, por nimias, fútiles e inanes que sean (porque lo son), de hallar el motivo, la razón y fundamento que sostengan el hastío que supone levantarse cada mañana… ¡por y para nada! Argumentan la adquisición involuntaria, impuesta por orden y gracia de no se sabe quién, de una serie de “deudas” para con nuestros “hermanos de vida”.

A primera vista, ni el más escéptico dudaría del cándido y bondadoso objeto que persiguen nuestros ilustres objetores del exterminio humano. Es en alto grado loable, que de la cloaca mental que tienen los hombres por razón, surjan eventualmente anhelos de fraternidad, empatía, y, en definitiva, ansias de confeccionar una esfera familiar donde quepan, enlatados, todos los hijos de la Providencia. Ahora, en mi intento por esquivar el atropello fugaz de esta última reflexión, me pregunto por la utilidad, que enseguida tornaré en inutilidad, de tantas y tan bienintencionadas acciones. “Debemos ojos a los que no ven, oídos a los que no oyen. Asimismo, deberíamos proporcionar techo a los que se mojan, comida a los que no comen, perdón a los que se equivocan, y compañía a los que están solos”, así rezan las consignas idílicas de su misión suicida.

Ahora cabría preguntarse por la existencia o no de un valor que emane de esta ayuda desinteresada. Opino, en contra de estas melifluas aspiraciones morales, que dar ojos a los que no ven sería tan provechoso como tratar de vislumbrar las siluetas de un cuarto donde reine la más absoluta y pegajosa oscuridad. ¿Para qué darles la oportunidad de ver si no hay nada que admirar? Y si alguien adujera la belleza, encanto y ensoñación que brotan de los bucólicos parajes con que la Naturaleza brinda a nuestras inmeritorias pupilas, diré que no por contemplar tan exquisito lienzo ha dejado el hombre de destruir este mismo, devorando a su antojo cada color y forma. A renglón seguido encontramos nuestro celebérrimo sentido del oído… Pero no recuerdo, en el trascurso de los días, cosa alguna que merezca la pena ser escuchada, sino que allá donde voy no oigo más que sinsentidos e insensateces absurdas, sustentadas en la más absoluta ignorancia de lo que nos rodea.

Me encuentro ahora ante el maratoniano esfuerzo de execrar la buena obra de refugiar bajo sólidos cimientos al desamparado; cubrir sus desposeídos pies bajo un cascarón que le de sombra y le proporcione un terreno fértil al que anudar sus raíces. No puedo más que rendirme a la evidencia. Debo arrodillarme y venerar la santa institución del hogar: el paradigma de la incomunicación familiar; el fabricante capitalista de horas muertas (aunque no más que aquellos que las padecemos) frente al mágico espejo del burdel mediático; allí donde nacimos, crecimos y moriremos para quién sabe qué… Una bendición que nos colma hasta decir basta.

El alimento se plantea igualmente como un bien vital. Sobre todo cuando, todos hemos sido testigos del caso, una vez superadas las lindes alimenticias básicas, seguimos engullendo cuanto vicio cárnico, vegetal o mental encontramos a nuestro paso. Al menos, esta vez sí, nuestros excesos depredadores los acabamos pagando. Tras años y años de ingesta despiadada, el eterno fluir natural blande por fin sus armas para robarnos la vida (un crimen justo, merecido y casi siempre tardío). La Muerte ajusticia a los hombres y restituye la porción de mundo que estos reos un día se llevaron. Al son de los años que pasan, las aguas celestes acaban depositando la existencia humana en la misma tierra de la que nunca debió salir.

El perdón, por su parte, dibuja un dilema que no debemos eludir. Resulta que, dogmas religiosos aparte, la tradición filosófica no se ha puesto aún de acuerdo acerca de la posibilidad o no de establecer un concepto universal de Bien. Y, sin atreverme yo a esbozarlo, aún menos podría situarme en la posición inquisitoria de decir a nadie obra de éste y no de aquel modo. Así pues, creo que el perdón es a día de hoy inviable pues ni siquiera sabemos a ciencia cierta si realmente existe incidente alguno por el que deba el arrepentido rogar clemencia.

La soledad sí podría erigirse como mal que debiera ser erradicado de la tierra. Sin embargo, una vez cicatriza el dolor, enseguida tropezamos y desfallecemos hacia el otro extremo: la masa. Los vaivenes del monótono quehacer cotidiano aúnan a todo el rebaño tras el mismo cerco. Si rehuimos la soledad no es por incapacidad para estar solos y valernos por nosotros mismos, sino por la falsa seguridad que encontramos al ceder nuestra identidad personal en favor del cuerpo social. Nos creemos protegidos y a salvo tras la cortina humana que se amontona de forma obscena alrededor de nosotros. Dichosos aquellos que hayan visto la luz; aquellos que hayan logrado despojarse de las atávicas costumbres que invitan al hombre a permanecer unido al resto; aquellos, en definitiva, que hayan podido liberarse del yugo infecto de la sociedad. ¡Alza la voz Tú, viejo anacoreta! Muestra a los hombres cuán feliz puedes ser en vida, sin más objeto que la contemplación y la penitencia mismas.

Tras lo dicho, muchos podrían sentirse tentados a calificar de insensible, falto de corazón o egoísta extremado, a quien escribe. Para sosegar estas pasiones furibundas, del todo razonables, quiero concluir señalando que mi intención al rebatir las propuestas humanitarias primeras, no es otra que poner de relieve el extremo y la degeneración últimos a los que nos ha llevado subsanar estas heridas abiertas que hoy abundan por doquier. Soy, por supuesto, acérrimo defensor de los abrazos que llenan los huecos de no pocas almas carcomidas por el vacío. Mi propósito no es negarles una ayuda que merecen más que nadie. La intención que persigo es alumbrar el hecho de que cuando no quede nadie a quien ayudar, la podredumbre social será la misma, sólo que su olor podrá percibirse un poco más lejos. La experiencia no puede llevarnos más que a reconocer que los hombres, una vez sacian sus necesidades básicas, anhelan seguir ensanchando un saco que acaba por explotar.

Un cáncer imparable y despiadado se extiende por las venas del mundo desarrollado; amputemos la cara norte de la moneda, y, quizás, la sur pueda algún día ser merecedora de la existencia, saltando por encima de la podredumbre civilizada que los de arriba hemos construido.

lunes, 5 de octubre de 2009

Presente siempre vivo

Al día le pido
una sonrisa y cien puñaladas,
hacer de lo pequeño oro
y de lo que abunda paja.

Al ayer le deseo
buen recuerdo y mejor viaje,
para que me acompañe hoy
sin asfixiarme con su presencia.

A la lluvia susurro
que me purifiquen sus gotas,
y al sol que me iluminen
sus rayos.

Al viento suplico
que me lleve consigo
y me tutele en su
siempre noble espíritu rebelde.

Por último, tú, Mañana,
espérame puntual al alba
mas cuando no llegue,
continúa tu camino
y recibe tu presente
de manos de la buena esperanza.

A. B.