jueves, 22 de abril de 2010

El Pájaro sin alas

Era una mañana como otra cualquiera. Los rayos de sol caían con fuerza sobre la copa de los árboles y se internaban en la penumbra entre el follaje. En un precioso roble, a unos 12 m de altura, el bullicio de la vida rompía el silencio de la mañana. En un nido, tejido con paciencia y esmero, había llegado un nuevo ser al bosque. Era lindo. Su nombre era Ragga.

Con el paso de los años se fue haciendo mayor. Era el preferido de muchos otros animales, por su simpatía, su alegría y su buena fe. Era el preferido de muchos… excepto de sus padres. Lo que tenía de bueno, lo tenía de travieso. Nunca hacía caso a nadie e iba siempre por libre. Los animales empezaron a cansarse de su actitud y lo tachaban de egoísta. “Ha cambiado. Ya no es el mismo” – decían en el bosque. Y el pobre pájaro seguía siendo igual de simpático, igual de alegre y seguía teniendo la misma buena fe… aunque es cierto que era un poco independiente. Y esto no gustaba en el bosque, donde todos se sentían una gran familia. Él siempre había querido emigrar. Tenía un enorme amor por su bosque y por los habitantes del mismo, pero la curiosidad por conocer otras gentes, otros lugares, y crecer “como persona”, le habían hecho desear, con mayor fuerza que nada en el mundo, emigrar.

Poco tiempo después, conoció a una hembra un poco más joven que él. Ella nació en el bosque, pero emigró de pequeña y ahora había vuelto a pasar una temporada. Por eso él jamás la había visto. Desde el primer momento se quedó prendado. Ella era especial. Un gran número de hembras habían intentado conquistar su corazón, pero Ragga no había conocido aún a una hembra que llenara su corazón y por la que “renunciar” a su independencia y a su libertad. Él quería emigrar. Sin embargo, en cuanto ella se posó sobre la rama de otro roble, a unos pocos metros de distancia, el corazón de Ragga empezó a ablandarse.

Pronto se hicieron buenos amigos. Sus personalidades, aunque diferentes, encajaban a la perfección. Empezaron a quedar los dos solos, a escondidas, en el bosque. Cuando estaban juntos, el tiempo se detenía. “Qué pena ser pájaro y tener alas en lugar de brazos… debe ser bellísimo poder abrazarse” – se decían siempre. Eso sí, rozaban sus picos y sus cuerpos durante horas, hablando de esto y de aquello. Y a veces, de nada.

No todo fue un camino de rosas. Sus personalidades, aunque encajaban a la perfección, eran muy diferentes. Cada uno tenía unas costumbres y unos deseos. Y perder esas costumbres, y aunar esos deseos… lleva su tiempo. Precisamente el tiempo, y el amor, parecían ir a su favor. Cada día estaban más contentos juntos, y ya no se escondían en el bosque para sus encuentros. Su amor era conocido por todos.

De pronto, una oportunidad de oro para Ragga. Su tío, un apuesto y ejemplar aventurero, que emigró del bosque hacía muchos años, volvió al bosque de visita. Una noche, hablando con Ragga, le propuso embarcarse en un viaje. Su tío había conocido a un grupo de aves de diferentes especies, de espíritu aventurero, que iban a dar la vuelta al mundo. Su idea era viajar sin destino durante un tiempo ilimitado. Cada uno podía embarcarse cuándo quisiera, y dejar el viaje dónde y cuándo lo deseara. Una migración indefinida. Los ojos de Ragga se iluminaron, como se iluminaron el día que Ella se posó en aquella rama, a unos pocos metros. El sueño de su vida, hecho realidad.

Al día siguiente, en su paseo de todas las mañanas con Ella, le comentó, ilusionadísimo, la propuesta de su tío. Y su ilusión, se tornó tormento. Debía construir un futuro. Debía elegir entre el sueño de su vida, emigrar, y el motor de su vida, Ella. Era la decisión más difícil que habría de tomar en su vida. Debía escuchar a su cabeza y a su corazón. Los días pasaron y la presión era enorme. Todo el mundo le daba su opinión. El “vete” y el “quédate” llegaban a sus oídos a diario, casi a partes iguales. ¡Qué difícil decisión! No es fácil, de pronto, renunciar a la ilusión de tu vida y a unos ideales… pero él notaba que su corazón tenía más fuerza que su cabeza. Y le daba miedo.

Por fin tomó una decisión. Se quedaba por AMOR. A la mañana siguiente, cuando se despertó, notó como sus alas habían desaparecido. Sólo había quedado un resto de cada ala, el justo para desplazarse por el bosque de rama en rama, pero no podría recorrer largas distancias. Ya nunca podría emigrar sino era a lomos de Ella. Al principio la pena invadió su corazón, pero cuando llegó al punto de encuentro de todas las mañanas, Ella le esperaba. Y cuando la miró, supo que había hecho lo correcto. Y se acercó a Ella. Y la besó sin labios e incluso la abrazó sin brazos. Era el pájaro más feliz del bosque… de la Tierra, se atrevería a decir… de la Tierra que ya nunca conocería.

Al día siguiente, se despertó más ilusionado que nunca. Casi no pudo pegar ojo en toda la noche. Al llegar al punto de encuentro, diez minutos antes de la hora, se sorprendió. Era la primera vez que llegaba antes que Ella. Pasaron diez minutos y Ella no aparecía. Pasaron veinte, treinta. A Ragga, poco acostumbrado a esperar, se le hicieron eternos. Cansado de esperar, y preocupado, emprendió una marcha por el bosque buscando y preguntando. Nadie sabía nada. Al cabo de un buen rato, se encontró al señor búho, que todo lo sabe.

- “Señor búho, ¿la ha visto usted?”.

- “Sí, Ragga, la vi esta mañana. Salió muy temprano con sus padres. Parece que iban a unirse a tu tío en su migración indefinida”.

- “¡No puede ser!” – respondió Ragga.

- “Pues así es, pequeño amigo. Ella necesitaba viajar, y se ha ido. La vida no espera”.

Ragga subió a la copa del árbol más grande del bosque, miró al cielo, y pensó: “Tengo que llegar hasta Ella”. No podía creer lo que había pasado. Tenía que volver a verla… ¡no podía estar sin Ella! Saltó con la misma fuerza con la que antes había amado. Y tan grande fue su amor, como inútil su salto, y dolorosa su caída.

V.R.

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