Si el mundo merece la pena o no,
qué sé yo,
ni lo inventé, ni lo domino,
ni jamás lo entenderé.
Sólo sé que hoy,
tras algo más de veinte años vivo,
me alegra estar donde estoy;
a mil kilómetros de distancia de donde quisiera,
cansado y alegre,
triste y nublado,
qué bueno poder ver esta noche la Luna,
mañana, quizás, el Sol.
Y el mar, y las estrellas,
y las aceras llenas de cucarachas,
y el desconsuelo, también las noches en vela,
la espera del final que no llega,
el amanecer camuflado de mediodía,
los tímidos silencios, las atropelladas palabras,
los acentos, las patrias, las banderas,
los tipos serios, las niñas buenas,
la calidez de ciertos rostros, lo arisco de otros tantos,
la mirada extraña, el reír sincero,
la muerte en cada esquina, la vida en cada cuna,
las forasteras, los extranjeros,
la complicidad de los te quiero,
el dolor de un hasta luego,
lo devastador de un adiós.
Qué bueno sentir aquello y lo otro,
vivirlo intensamente propio,
y a la vez ser un extraño ajeno,
latir ausente y sentir presente.
¿Qué es la vida?
Y qué sé yo.
Probablemente un andar triste y sombrío,
mas perdónenme la indiscreción,
y que me alcancen la pena, la desgracia y la misma muerte,
con buen humor;
fue bonito mientras duró.
A. B.