jueves, 8 de abril de 2010

Esclavos de la ignorancia civilizada

LA ESCLAVITUD se remonta a tiempos tan alejados del presente que podría, incluso, enlazarse con los primeros pasos de la existencia humana. La Grecia Clásica o el propio Imperio romano aprendieron pronto las comodidades de una vida basada en órdenes que otros, naturalmente los esclavos, debían obedecer. En plena vorágine esclavista surgió el Cristianismo para dignificar la vida de todo hombre; haciéndole igual a sus semejantes y, por tanto, portador de los mismos derechos… Hoy, el mundo civilizado presume de haber desterrado una práctica que cosifica a sus víctimas. Sin embargo, tras limpiar la conciencia propia, los occidentales siguen practicando las malas artes de antaño, esta vez, en tierra de nadie. No es necesario llegar al extremo de las despiadadas redes de turismo sexual instaladas en zonas como Tailandia –donde los ingresos derivados de la prostitución resultan un 60 por ciento del presupuesto nacional–; ahora existen formas mucho más sutiles, casi inconscientes, de esclavizar… basta, por ejemplo, con embarcarse en los celebérrimos “viajes de ecuador” –mediada la carrera universitaria–.

La Universidad tiene su razón de ser –al menos la tenía– en la consecución de un poso de conocimientos y saberes sobre el devenir humano: su sentido y trayectoria; los grandes logros y fracasos. Así, el siempre perdido alumnado encontraba por fin un santuario que hacía las veces de guía espiritual, y sólido soporte para el tramo de la vida aún sin recorrer. El estudio, mezclado con la experiencia, edificaba una conciencia madura, capaz de aprehender cuantas realidades se sucedían en derredor. No obstante, en los días presentes, el producto de la maquinaria educativa invita al desaliento, adolecido, al parecer, de un grave defecto de fábrica. La generación universitaria, inmersa plenamente en los valores edificados a la sombra de los Derechos Humanos, parece olvidarse pronto de sus consignas altruistas y devenir en cruento tirano, una vez atraviesa la frontera nacional. El fruto de la ciencia educativa demuestra, en su tercer año de gestación, haber aprendido poco… en realidad nada.

Resulta propio de las mentes fundidas al calor de tres años de ejercicio racional, refrescar las ideas en las reconfortantes aguas del Caribe. Países como México, Cuba o República Dominicana se convierten en destinos indispensables cuando se arriba al ecuador de la odisea universitaria. Hablamos de una oferta turística homogénea e igualmente suculenta: trazos infinitos de arena blanca, delimitados, a un lado, por lenguas azuladas de un océano que se pierde en lontananza, y, al otro, por un tapiz de verdes imposibles, elevados algunos por encima del mismo cielo. Asimismo, este lindo bosquejo se cierra con la plena conciencia de sentirse libre, de verse capaz de todo, mezclado con la absoluta ignorancia –en realidad, indiferencia– de la luctuosa existencia que arrastran cuantas almas hacen posible el disfrute general.

Cualquier destino es válido para el caso, por ejemplo este último: República Dominicana. El titular del Ministerio de Turismo de la región caribeña, Francisco Javier García, anunciaba recientemente unos beneficios cosechados en 2008, superiores a los 10.000 millones de dólares –más de 7.000 millones de euros–. Las alarmas morales se disparan enseguida, cuando se observa que el salario medio en la isla ronda los 240 dólares mensuales –unos 117 euros–, y cada turista que visita el país isleño se desprende al día de casi la mitad de esta ridícula retribución. Duele, pero es tan real como el sudor que cada dominicano destila para lograr tan sólo un centavo.

¿Por qué no parece afectar esta realidad hedionda al inmaculado olfato académico? A buen seguro que el mal olor desaparece tras el velo que corren los impúdicos intereses de las cadenas hoteleras –por supuesto extranjeras–, conocedoras del estado anómalo de los turistas advenidos del exterior: parapetados por una suerte de coraza civilizada que les ciega hasta decir basta, y les envuelve en una ilusa felicidad interna, a través de la cual ven el mundo sesgado, desfigurado: ya una sonrisa provocativa de las bellezas autóctonas, sometida, en realidad, al amargo abrazo de la prostitución; ya el canto alegre del negrito que tan amablemente sirve las copas durante el día, y que podrá sentirse afortunado si a la noche logra reposar su sueño entre cuatro paredes acartonadas. El júbilo sonoro de las gargantas libres embellece, y oculta, las lágrimas de quienes viven bajo el yugo del indolente círculo empresarial que azota la isla: unas cadenas que se refuerzan, aún más, con la pasividad extranjera.

“Les hacemos un favor viniendo”, dirán algunos… “Les damos trabajo y dinero”, les secundarán otros. En el fondo, nada más que creencias populacheras basadas en remedios caseros contra el mal de conciencia. Susurros hipócritas que resucitan las lacras del voraz colonialismo con el que Europa embistió al continente africano allá por el siglo XIX: “la noble misión civilizadora del hombre blanco”. Es, en definitiva, un cúmulo de ingente hipocresía acomodada en el aburguesamiento occidental que, por desgracia, parece haber poseído por completo la iniciativa y sensatez de las privilegiadas mentes universitarias. Tan sólo se necesita a uno para que grite “¡fuego!”, aunque quizás uno sea pedir demasiado.

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