miércoles, 21 de abril de 2010

Un día más sobre la tierra

En los días presentes se suceden interminables fenómenos sociales, impulsados por una tecnología impúdica que se presta a cualquier aplicación. Nada parece sorprender a los ojos de los hombres que deambulan sobre los cimientos civilizados de nuestro siglo.
Esta misma tendencia fluía en el interior de Kevin S., un joven que, tras varias intentonas de acceso a la Universidad, había decidido finalmente recogerse a meditar sobre el mañana, en la olvidada campiña de sus abuelos; donde ya nada crecía. La tierra estéril... como una cárcel de recuerdos enterrados.
En el centro del yermo páramo se elevaba, no sin cierta cojera, lo que en su día fuera un fornido caserón, y hoy rivalizaría con un una chabola, o refugio ocasional.

En su primera semana de recogimiento se entregó por completo a las naderías y futilidades más mundanas que supo encontrar. A primera hora se aseguraba de confeccionar los mil y un alimentos que engulliría el resto de la jornada. Enseguida, con su estómago abultado pero firme, Kevin se dedicaba a deambular por la finca lanzando piedras a cualquier objeto que reclamara su atención, apaleando cuantos matojos se cruzaban y quemando las alimañas que no eran de su agrado (la mayoría… en realidad todas).


Mediaba el segundo mes de su aventura cuando resolvió firmemente no pasar un día más arrastrándose por aquel desierto olvidado. En todo este tiempo no había logrado alumbrar el menor atisbo de luz para su oscuro futuro. Viendo el vacío absurdo de una vida contemplando nada, se juró que aquellas paredes a medio derruir cobijarían su sueño una última noche. “Hasta nunca”, gritó para sí.
La ocasión lo merecía. Se esmeró especialmente en pulir los manjares que nutrirían su sueño. Tanta pasión ardía en los fogones, que el joven se olvidó por completo del mundo y de aquella casucha en la campiña y de cerrar la herrumbrosa puerta de la entrada.
Antes de servirse el primer plato sintió cómo un silbido afilado horadaba su cabeza trazando una recta exacta entre sus dos tímpanos. Su cerebro entró en parada… se desvanecía. De súbito, un golpe. Silencio.

Despertó dos horas más tarde, o al menos eso percibió su adormecido cerebro. Delante de él aparecía desdibujado lo que parecía ser un hombre… seguro una bestia.

Desenfocado, como un bosquejo del hombre trazado por la mano de un niño; así percibía aquella extraña silueta que le miraba al otro lado, en silencio. Esperando. Poco a poco, sus músculos lograron nutrirse de cierta sensibilidad. Sin movimiento, maniatado. Confuso y aterrado. El miedo víctima de lo desconocido. Humedeció sus labios. Probó a hablar. Nada. La niebla cubrió enseguida sus ojos.

Nueva luz un día más tarde. Su mente envuelta en una vorágine de terror y el estómago digiriéndose a sí mismo. El Otro seguía allí, callado, sin rostro. Su figura como de humo; consistente pero hecha de viento. Sin ojos a los que hablar, sólo un monumento de piedra edificado en memoria de lo extraño. Probó de nuevo… esta vez sí.

– ¿Quién eres?, -balbució Kevin S., creyendo aún dirigirse a otro hombre.
– Desde luego, no soy como tú. No somos como vosotros.

Aquella voz metálica resonaba en su cráneo tan adentro… como la voz de la conciencia que nunca tuvo. Pareciera que le hablaban sus propios pensamientos. En efecto, aquel ser inefable no parecía pronunciar sonido alguno; sus ideas volaban invisibles hacia la mente de Kevin. El joven, sumido en la congoja, sudaba y se estremecía en la realidad de aquella pesadilla.

– ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me has atado?
– Estoy lejos casa… simplemente necesitaba provisiones; sobre todo alimento.
– ¿Lejos de casa? Exactamente… ¿dónde está tu casa?
– Demasiado lejos; jamás lograría hacer que lo entendieras. En cualquier caso, ¿qué más da?; limítate a padecer lo inevitable.

No fue difícil comprender qué era aquel “inevitable”. Todos esos instrumentos informes colocados en perfecto orden sobre la mesa. Objetos del todo incomprensibles pero con la evidente finalidad de cortar, despedazar y empalar carne. Sin quererlo, había asistido a un festín al que nadie le había invitado, quizás, porque él no era más que el primer plato…

– Vas a matarme, ¿verdad? Quieres que sea tu compañía en el viaje, aunque yo desee quedarme. Me empaquetarás y etiquetarás cada porción de mi cuerpo según sabores, nutrientes, y sabe Dios qué más.
– De hecho, nada más. Has acertado en todo cuanto has dicho. Bueno, en todo no: Él no sabe nada y supongo que jamás vendría a una reunión así.
– ¿A cuántos has matado ya? ¿Acaso soy el primero?
– Ciertamente no eres el primero. Antes hubo otros muchos. Vuestro planeta azul ha sido siempre… ¿cómo decirlo para que lo entiendas?; la Tierra es esa estación de servicios a la que os desviáis tras horas de monótono horizonte asfaltado. Un alto en el camino para repostar.
– Para ti no soy más que combustible. Llegas y coges cuanto necesitas y te marchas sin el menor pesar, sin ningún remordimiento.
– ¿Hablas de remordimiento? Llevo varios días observando entre la maleza marchita que se muere en estas lindes. Pude ver cómo destruías cuanta vida surgía frente a ti. Observé tu rostro, casi complacido, al ver estallar los ojos de esas alimañas que devinieron en carbón.
– Quizás… pero las bestias no son hombres. No debo sentir lástima por ellas. Del mismo modo, tú deberías sentirte como un asesino y atormentarte por cada muerte causada.
– ¿Piensas en nosotros como iguales? De sobra sabes que no soy un hombre. De hecho, considero al hombre como una bestia más, si así lo quieres, de modo que puedo servirme tus vísceras recocidas, mientras veo pasar los astros camino al próximo destino.
– Si de verdad me hubieras observado con tanto detenimiento, habrías visto también que no medié palabra con toda esa carne animal. Aquellos seres enmudecían sin ser siquiera capaces de comprender su propio final. Aun cuando la carne ardía y estallaba en ceniza, todavía entonces, no eran capaces de reconocer que ya había anochecido. Sin embargo, piensa en nosotros: hablando como iguales, razonando si vale más mi vida de hombre que esas cenizas humeando afuera.
– Es cierto que llevo años escuchando el mismo lamento desesperado; disfrazado de buenas intenciones y aires de esperanza… Un sentimiento que poco a poco se apaga. En cualquier caso, debo contrariar tu reflexión. No hay discusión alguna entre tú y yo, ni siquiera diálogo; te limitas a gemir y llorar y suplicar. Yo tan sólo escucho atento. Espero una voz de grite: “la cena está lista”.


Aún no era tarde. Al menos esa era la idea que Kevin trataba de imponer en su mente. Convenciendo a sus dudas, a sus miedos más primitivos, de que la salida no debía andar lejos. Tan sólo debía concentrarse y analizar sus opciones y dar con la tecla que le haría libre. En estas, su mente proyectó de modo fugaz una ráfaga de imágenes inconexas en el tiempo, de todos aquellos que habían significado algo para el muchacho: ya un amigo de la infancia a quien jamás había vuelto a ver, ya sus padres en aquel viejo parque demolido años atrás, ya esa joven de la que anduvo perdidamente enamorado, ya aquel viejo profesor cuyo rostro y nombre había olvidado, aunque no su sentencia favorita: “En la vida sólo existen dos clases de hombres: los que van a morir y los que intentan evitarlo”.


– ¿Qué harás cuando lleguen los míos? No podrás matarnos a todos. Ya debe quedarles poco –amenazó Kevin.
– ¿Te refieres a ese grupo que llamáis familia y a otros tantos amigos? Vamos, no me insultes con tretas tan absurdas. Estás solo. Nadie vendrá a socorrerte. Decidiste huir y aislarte de todo el mundo.
– Nadie ha huido a ninguna parte. Tan sólo me adelanté al resto. Espero su regreso. Estarán aquí incluso antes de que amanezca.
– Ambos sabemos que eso no ocurrirá. Vi antes cómo, acodado en la baranda del porche, dirigías tu mirada a lo lejos… perdido en un horizonte de dudas donde la tormenta tronaba con fuerza, presagiando tu naufragio. En aquella visión no había nadie más. Sólo una barcaza a la deriva; un capitán a punto de naufragar. Estás aquí porque te has sentido solo, perdido e inútil entre los hombres. Viniste en busca de algo, pero ya era demasiado tarde.
– ¡Mírate! Me señalas y me acusas de estar solo, pero tú, estoy convencido, conoces mejor que yo el amargo sabor de la soledad. Yo puedo decir, al menos, que he conocido a los hombres y, un día, sin saberlo, quedé rezagado y nunca volví a dar con ellos. Tu desgracia es aún mayor pues pareciera que tu pasado está tan vacío como tu ahora. Quizás tengas razón: naufragaré solo y sin auxilio, pero en mis últimas bocanadas de aire tendré una mano que sostenga mis últimos pasos… En tu caso, el oscuro vacío que te rodee allá arriba será lo único que encuentres al final de la escalera.
– Jamás lo entenderías… Nosotros no concebimos siquiera la soledad. No existe nada parecido a vuestra familia, incluso no entendemos para qué la amistad. Nos sabemos integrantes de una especie y nada más. Nuestra vida es un periplo de supervivencia en soledad. Nuestra casa, un lugar para el retorno cuando se atisba el fin.
– ¿Tan seguro estás de tus pasos? Puede que nunca regreses… tu último aliento, si es que necesitas respirar, llegará sin previo aviso y se reirá de tu insolente seguridad.
– Quizás. De todas formas tengo por seguro que mi momento no será éste; una certeza casi tan clara como la de tu inminente despiece.


La sangría humana lista para ser consumada. Los ojos de Kevin parecían querer salirse de sus cuencas y atravesar el cristal y huir a la blanca luna, allá en el negro cielo. Al contrario de lo que hicieran aquellas alimañas, el joven debía empezar a concebir su propio derrumbe. Sus asertos no parecían convencer al invitado, su elocuencia resultaba aún más estéril que la vieja parcela de sus abuelos. Los viejos, recuerda Kevin, practicaban una suerte de devoción hacia Dios que solía asustar al nieto; él veía todo aquello insano, como una obsesión descarnada. A pesar de ello, lo intentó.

– ¿Qué me dices de tu Dios? ¿Dejará impunes todas esas muertes?
– Mi Dios, cuyo Cielo no comparte con el vuestro, desea lo mejor para mí. Sus hijos no deben temer el precio de seguir con vida. Todo vale. Siempre avanzar.
– ¡Sois bestias… almas sin corazón! Carecéis de toda moral, y matáis con la misma sangre fría e indiferencia, con la que probablemente os vieron nacer vuestros padres. ¡Aunque por seguro no nacéis, más bien sois escupidos al mundo!
– ¿Bestias? ¿Condenas mi conducta por ser libre? Mi moral habla de evolución, de expansión de la especie y sometimiento de cuantos se oponen a nuestra gloria. Vuestros valores, tan humanamente podridos, no son más que absurdos baluartes que nadie desea seguir. Consignas que susurran al oído “libertad”, mientras asfixian vuestros pies con pesados grilletes. Creéis defender la vida, la libertad y dignidad del hombre. Al final, un cúmulo de hedionda hipocresía que ni siquiera vosotros os creéis. Vuestra moral no es mayor que la de esos animales que viven revolcándose en sus heces embarradas.
– ¡Desgraciado! Los valores humanos, los de verdad, no son en absoluto cadenas de presidio; me hacen ser quien soy, además de allanar el camino para, algún día, convertirme en el hombre que quiero llegar a ser. Mi moral se erige sólida y firme, aunque no sirva para asesinar y no devore a sus enemigos.
– Me alegra ver tu entereza en el ocaso del camino. Pocos han sabido sofocar tan bien el llanto. Un lamento por el que no llora, como bien dices, mi moral; asesinar sólo es posible entre iguales, y desde allá arriba me gritan para que te devore.
– Sin embargo, aquí no os cubre ese Cielo infernal que dibujas en mi mente. Eres un pobre huérfano en un planeta donde ni siquiera Dios tendrá piedad de ti.
– ¡Silencio! Me hastían tus sollozos y empiezo a tener hambre. Guarda tus recelos para más tarde; ya pedirás cuentas en la otra vida.


Todo estaba perdido. Aquel depredador del cielo escogía con meticulosa lentitud el arma que asestaría el primer golpe. La víctima retorciéndose entre espasmos. Sus sienes latiendo con fuerza. Ya no ve aquellos cuchillos y ganchos sobre la mesa, tan sólo dolor. Allí no hay más que sufrimiento; el mismo que estaba a punto de padecer. Su acompañante no humano se decidió por fin: “Empezaremos con esto”, pareció decirle al mostrar una suerte de navaja curva, lista para degollar la vida.

– ¡Piénsalo bien y, si resuelves matarme, que no te tiemble el pulso!, –gritó el joven a aquel extranjero inhumano.
– ¡Por fin la calma!

Mientras su asesino avanzaba, Kevin cerró los ojos. La bestia creyó ver al miedo poseyendo por completo a su víctima; nada más lejos de la realidad. El muchacho se concentraba. En aquel momento había logrado romper por fin las cuerdas que aprisionaban sus manos. Aquellas largas horas debatiendo por su vida fueron una simple excusa; una cortina de humo tras la que ocultar el arduo trabajo de rasgar sus ataduras con la pequeña navaja paterna, escondida en el bolsillo trasero de su pantalón. “Te sacará de más de un apuro”, le dijo en su día el viejo.
Kevin sabía que sólo tendría una oportunidad. Errar el golpe significaba la muerte. Un segundo más y el Otro podría trinchar su cena. De súbito, el hombre se puso en pie y, si aquel animal hubiera tenido ojos, sin tiempo siquiera para parpadear, habría visto cómo su víctima se convertía en verdugo. El joven agarró con fuerza uno de aquellos instrumentos, el de aspecto más despiadado, y lo incrustó sin reparo en la cavidad donde supuso estaría el cerebro, por llamarlo de alguna forma, de aquel correoso animal. Acertó en su diagnóstico. Una mole amorfa se derrumbó sobre las baldosas que cubrían el suelo de la cocina. Baldosas manchadas de un viscoso fluido azul, que apestaba a mil demonios.


Desde lo alto de la colina puede contemplarse la extensión exacta de la finca: la casucha en el extremo norte; la pira donde arde la bestia a su lado. El fuego engulléndolo todo; el más hambriento de los animales. Una espiral de humo que sube hacia el Cielo… de vuelta al hogar.
Kevin ve en aquel terreno sin vida el escenario de una batalla donde el olor a muerte es aún reciente. Todas aquellas dudas a las que imaginó dar respuesta seguían punzando su cabeza. Llegó perdido y en busca de un camino y volverá por otro camino, pero igualmente perdido. No obstante, se siente victorioso y a salvo; satisfecho de ser.

El hombre, dueño y señor de la Naturaleza; rey de bestias. La jerarquía vital dirigiendo el concierto de lo humano; el orden de las cosas impuesto desde arriba: un día más sobre la tierra.

2 comentarios:

  1. Es.. fantástico, de verdad. Impresionante.

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  2. Más carretero que nunca!!
    Buen trabajo, mi querido Cormac Jr.
    De los que más me han gustado, sin duda.
    Cada día das un pasito más, cantando o sin cantar: un día estallarás (literariamente) y lo pondrás todo de algún color, y no será feísimo precisamente!
    Un abrazo!

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